Hubo un tiempo en el que al Tour de Francia no era el circo mediático que conocemos hoy en día. Por aquel entonces, únicamente acudían a competir equipos nacionales que se completaban a través de una convocatoria de sus correspondientes federaciones. Los equipos privados, repletos de profesionales y a la vanguardia de la tecnología, que conocemos hoy en día (Sky, Movistar, Lotto...) eran algo impensable por aquel entonces.
Corría el año 1956 cuando un joven toledano, enrolado en la selección española, disfrutaba de su segunda aparición el la Grand Boucle. Federico Martín Bahamontes, que así se llamaba, era un corredor atípico en su época. Mientras que para el resto de los corredores su objetivo era la clasificación general, para él no. Para él su objetivo era demostrar que era el mejor escalador de su época. Su forma de correr fuese muy distinta a la de los grandes favoritos. Apenas la carretera se empinaba un poco, él se encargaba de torturar y someter al pelotón con su imparable ritmo infernal de ascensión. Arriesgaba mucho más de lo necesario, con largas cabalgadas en solitario buscando coronar los puertos más duros del Tour. No en vano, el Tour de Francia lo considera como el mejor escalador de su historia.
En una de sus innumerables escapadas, ascendiendo el Col de Romeyere -entre Lyon y Grenoble- junto a otros tres compañeros de fuga, el coche de apoyo de la selección suiza se acercó para dar orden a su corredor de no entrar a los relevos. Al acercarse, por unas carreteras que nada tienen que ver con las de ahora, el vehículo proyectó varias piedras sobre la rueda de Bahamontes, dañando severamente varios radios y los frenos. El ciclista toledano, no sólo no se inmutó, sino que además demarró y coronó la cima del puerto en solitario, con dos minutos de ventaja sobre sus rivales.
Una vez arriba, valoró el estado de los radios de su bici y decidió que era arriesgado bajar en esas condiciones. Sería correr demasiados riesgos. Así que, ni corto ni perezoso, mientras esperaba que el coche de asistencia del equipo español llegase para arreglar su maltrecha rueda y el freno, se acercó a un puesto de helados que había en la cima. Mediante signos, ya que no hablaba francés, pidió un helado de vainilla con dos bolas, que se comió tranquilamente mientras esperaba la llegada del coche de apoyo.
Gran parte del público y de la prensa francesa nunca supo la verdad de toda esta historia, ni mucho menos de la excentricidad y espontaneidad que acompañaron a Bahamontes durante toda su carrera. Así lo acusaron de prepotente, orgulloso, soberbio... aunque también hubo quien quedó entusiasmado e impresionado con su malentendida chulería.
En esa misma etapa, el gran Bahamontes, después de terminar su helado y arreglar su rueda, volvería a unirse al grupo cabecero y volvería a coronar el siguiente puerto en solitario. Aunque tanto esfuerzo le costaría una pájara con la que diría adiós a sus opciones en la general. Eso sí, el maillot de la montaña, su gran objetivo, fue suyo.
Años más tarde,en 1959, se convertiría en el primer ciclista español en ganar el Tour de Francia