miércoles, 14 de noviembre de 2018

El ingeniero que revolucionó el salto

En el año 1968, México se convertía en la primera ciudad hispanoaméricana -y de habla hispana- que albergaba unos Juegos Olímpicos. Lo que parecía que iba a ser una edición más, pasaría a la historia como una de las más espectaculares de todos los tiempos, gracias a las marcas logradas: se rompió la barrera de los 10 segundos en los 100 metros lisos, se destrozó el récord de salto de longitud con un récord olímpico que aún perdura... y todo ello después de pasar los primeros controles antidopajes de la historia. Pero, si algo marcó estos juegos, fue la exhibición de Dick Fosbury, quien marcó un antes y un después en las pruebas de salto de altura.

Desde muy pequeño fue un amante del deporte, quizás por mera afición o tal vez porque en él encontró un medio con el que reprimir ciertos sentimientos de una infancia un tanto traumática (perdió en un accidente un hermano al que estaba muy unido, y sus padres tuvieron un divorcio nada amistoso). No le hacía ascos a ninguna modalidad deportiva y, aunque le encantaba el baloncesto, terminó decantándose por el salto de altura.



Por aquel entonces se empleaban únicamente técnicas muy naturales, como el rodillo ventral, el rodillo occidental o el estilo tijera. Estaban tan extendidas y aceptadas entre los atletas de la época que, ni se cuestionaban ni se barajaban alternativas. Hasta que un día, con tan sólo 15 años, y ante la desesperación de no verse competente ni con la tijera ni con los rodillos, Dick Fosbury decide replantearse la técnica de salto para minimizar sus carencias frente a sus rivales..

Amparándose en sus estudios universitarios de ingeniería civil, desgranó y le dio cien mil vueltas a la biomecánica para desarrollar una nueva técnica en la que se saltaba de espaldas. "Cuando estamos desesperados, a veces es cuando nuestra imaginación empieza a funcionar y encontramos soluciones que de otra forma ni siquiera habríamos soñado" reconoce Fosbury. Sus entrenadores intentaron que desistiera en su empeño y que adoptase las técnicas tradicionales aunque finalmente, debido a su empeño, le dieron el visto bueno. 

Aprovechó sus estudios de ingeniería civil para aplicarlos al cuerpo humano y diseñar un nuevo modelo biomecánico en el que se saltaba de espaldas, dejando menos espacio entre el centro de gravedad del saltador y el listón a superar. Aún así, recuerda que "todos se reían de mí, considerándome un chiflado y un friky por salirme de las normas establecidas". 



Su irrupción en la alta competición fue tan rápida como fugaz. Comenzó con su instituto con un subcampeonato estatal tras un salto de 1,96 m. Continuó con dos títulos Universitarios consecutivos, donde ya alcanzó los 2,20 m. Y, finalmente, se hizo con el oro en los Juegos Olímpicos de México 1968, alcanzando 2,24 m, nuevo récord olímpico. Tan sólo le quedó la espina de no haber superado por 4 cm. el récord del mundo que por entonces ostentaba el soviético Brúmel.

El nuevo estilo, rápidamente bautizado como Fosbury, fue adoptado paulatinamente por sus rivales, aunque también hubo un pequeño número de escépticos que siguieron negando su eficacia. Con ello, Dick Fosbury perdió la gran ventaja que le suponía ser el único usuario de la nueva técnica y volvió a ser un saltador del montón. Es más, ni logró clasificarse para los siguientes Juegos Olímpicos de Munich 1972 pese a tener sólo 25 años, edad en la que la mayoría de los saltadores están comenzando su etapa de plenitud.

Tras ese varapalo, se retiró. Aún así, siempre será recordado porque, sin ser el mejor dotado físicamente de su época, fue capaz de desarrollar una técnica innovadora que aún perdura en nuestros días y que cambió para siempre la prueba del salto de altura. Y a él, a titulo personal, siempre le quedará la satisfacción de "la popularidad actual es un premio maravilloso a cuanto tuve que aguantar al principio con un estilo que no gustaba a nadie. Sólo cuando gané en México pasé a la categoría de héroe".



lunes, 12 de noviembre de 2018

La madre que quiso seguir siendo gimnasta

Durante muchas décadas la gimnasia artística estuvo marcada por el mito de que sus exigentes demandas físicas y técnicas sólo podían ser cubiertas por jóvenes deportistas.  Durante todo este tiempo lo más habitual era ver competir a jóvenes adolescentes con cuerpos de niña que, entradas en la veintena comenzaban a retirarse. 


Oksana Chusovitina fue una de ellas. Nacida en 1975 en Bujaná (Uzbekistán) dentro de lo que era entonces la Unión Soviética, pronto comenzó a destacar por sus habilidades gimnásticas. Con tan sólo 7 años llamó la atención de las autoridades soviéticas y fue reclutada para sus escuelas deportivas. Con 13 ya era campeona junior de la Unión Soviética y se estrenaba en un torneo internacional con la selección. Y con 16 ya estaba al frente del combinado soviético en los Campeonatos del Mundo absolutos, en donde conseguiría 2 oros y 1 plata.

La disgregación de la Unión Soviética en varias repúblicas independientes en 1992, supuso que acudiera a sus primeros Juegos Olímpicos, los de Barcelona 1992, bajo bandera olímpica y compitiendo en lo que se llamó el "Equipo unificado". Allí, nuevamente compartiendo equipo con la mítica Svetlana Boginskaya, de nuevo sumaría otro oro a su palmarés.

Como el resto de sus compatriotas buscó acomodo en su república de origen, por lo que pasó a competir bajo bandera uzbeka desde 1992. Esta época supuso un periodo muy precario a nivel de instalaciones y material deportivo, a años luz de lo que la Unión Soviética le tenía acostumbrada. Pero ni los entrenos con material anticuado, e incluso inseguro, fueron obstáculo alguno para que Chusovitina siguiese desarrollando rutinas gimnásticas que fueron referencia mundial. Sus 5 oros, 9 platas y 6 bronces en Campeonatos Mundiales y Asiáticos, así los corroboran.


En el año 2002, a punto de retirarse de la alta competición, su vida sufre un severo revés: a su hijo de 3 años se le diagnostica leucemia. En su país ni dispone de seguro médico, ni de medios  avanzados, ni de dinero para costear el tratamiento. Deciden mudarse a Alemania porque allí, gracias a las donaciones de muchos gimnastas, puede comenzar a darle a su hijo el tratamiento médico que necesita. Paralelamente, pospone su retirada para seguir ganando dinero en las competiciones e invertirlo en el tratamiento de su hijo. "Si no compito, mi hijo no vivirá. Es tan simple como eso" solía recordar a los que cuestionaban su continuidad en la alta competición a una edad entonces considerada elevada.

Comienza a entrenar con el equipo alemán de gimnasia artística y Uzbekistán le libera para poder competir con Alemania. Sin embargo, las estrictas leyes germanas le impiden adquirir la nacionalidad alemana hasta que no haya completado al menos 3 años de residencia allí. Así, entre 2003 y 2006 se dio la paradoja de que Chusovitina entrenaba con el combinado alemán y competía con Uzbekistán, con los que seguía sumando medallas y títulos.

En 2006, adquiere la nacionalidad alemana y, en agradecimiento por las ayudas prestadas por muchos deportistas alemanes para costear el tratamiento de su hijo, pasa a competir por Alemania con 31 años, una edad insólita en la gimnasia de competición. Con su hijo ya sano, y bajo bandera alemana, conquistó 2 oros, 4 platas y 2 bronces en varias pruebas mundiales, europeas y olímpicas. La última de ellas con 37 años. 




Tras los Juegos Olímpicos de Londres 2012, anuncia su retirada que, apenas duraría unas horas. "Por la noche le dije a todo el mundo que me retiraba y, a la mañana siguiente, me desperté y cambié de opinión", claramente con vistas a competir en los Juegos Olímpicos de Río 2016. Esta vez lo hará de nuevo bajo bandera uzbeka, consiguiendo un doble hito: el de ser la gimnasta con mas juegos olímpicos a sus espaldas (7) y la de mayor edad (41 años). 

Actualmente no sólo sigue compitiendo, sino que además ha obtenido un quinto y un cuarto puesto en los mundiales de 2017 y 2018 respectivamente. Y afirma estar en perfectas condiciones para alcanzar los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, a los que llegaría con 45 años. Pese a admitir que "cada año que estoy compitiendo me estoy dejando una parte de mí" no duda de que "podría competir contra todas las chicas. Lo sé y es mi objetivo ahora" afirma sin ningún tipo de temor. 

Esto la convierte en todo un referente y mito viviente para las nuevas generaciones de gimnastas, a quienes les dobla e incluso triplica la edad, por varios motivos. Por un lado, aunque haya perdido precisión y su participación se limite exclusivamente al salto, es actualmente una de las dos únicas gimnastas que ejecuta la temible Produnova, prueba inefable de su excelsa técnica. Y por otro, porque abrió la puerta para que gimnastas que fueron madres regresen a la alta competición, cosa impensable hasta la fecha y que hoy ya no resulta tan raro. 




Además tiene el honor de ser la única gimnasta que, dado su palmarés, entró en el salón de la fama estando aún en activo. 

miércoles, 1 de agosto de 2018

El helado de vainilla de "El Águila de Toledo"

Hubo un tiempo en el que al Tour de Francia no era el circo mediático que conocemos hoy en día. Por aquel entonces, únicamente acudían a competir equipos nacionales que se completaban a través de una convocatoria de sus correspondientes federaciones. Los equipos privados, repletos de profesionales y a la vanguardia de la tecnología, que conocemos hoy en día (Sky, Movistar, Lotto...) eran algo impensable por aquel entonces.


Corría el año 1956 cuando un joven toledano, enrolado en la selección española, disfrutaba de su segunda aparición el la Grand Boucle. Federico Martín Bahamontes, que así se llamaba, era un corredor atípico en su época. Mientras que para el resto de los corredores su objetivo era la clasificación general, para él no. Para él su objetivo era demostrar que era el mejor escalador de su época. Su forma de correr fuese muy distinta a la de los grandes favoritos. Apenas la carretera se empinaba un poco, él se encargaba de torturar y someter al pelotón con su imparable ritmo infernal de ascensión. Arriesgaba mucho más de lo necesario, con largas cabalgadas en solitario buscando coronar los puertos más duros del Tour. No en vano, el Tour de Francia lo considera como el mejor escalador de su historia.

En una de sus innumerables escapadas, ascendiendo el Col de Romeyere -entre Lyon y Grenoble- junto a otros tres compañeros de fuga, el coche de apoyo de la selección suiza se acercó para dar orden a su corredor de no entrar a los relevos. Al acercarse, por unas carreteras que nada tienen que ver con las de ahora, el vehículo proyectó varias piedras sobre la rueda de Bahamontes, dañando severamente varios radios y los frenos. El ciclista toledano, no sólo no se inmutó, sino que además demarró y coronó la cima del puerto en solitario, con dos minutos de ventaja sobre sus rivales.

Una vez arriba, valoró el estado de los radios de su bici y decidió que era arriesgado bajar en esas condiciones. Sería correr demasiados riesgos. Así que, ni corto ni perezoso, mientras esperaba que el coche de asistencia del equipo español llegase para arreglar su maltrecha rueda y el freno, se acercó a un puesto de helados que había en la cima. Mediante signos, ya que no hablaba francés, pidió un helado de vainilla con dos bolas, que se comió tranquilamente mientras esperaba la llegada del coche de apoyo.


Gran parte del público y de la prensa francesa nunca supo la verdad de toda esta historia, ni mucho menos de la excentricidad y espontaneidad que acompañaron a Bahamontes durante toda su carrera. Así lo acusaron de prepotente, orgulloso, soberbio... aunque también hubo quien quedó entusiasmado e impresionado con su malentendida chulería.

En esa misma etapa, el gran Bahamontes, después de terminar su helado y arreglar su rueda, volvería a unirse al grupo cabecero y volvería a coronar el siguiente puerto en solitario. Aunque tanto esfuerzo le costaría una pájara con la que diría adiós a sus opciones en la general. Eso sí, el maillot de la montaña, su gran objetivo, fue suyo.

Años más tarde,en 1959, se convertiría en el primer ciclista español en ganar el Tour de Francia

sábado, 14 de abril de 2018

Zelko Obradovic, el arte de innovar

Entrenadores buenos hay muchos, pero entrenadores que marquen las diferencias muy pocos. El serbio Zeljko Obradovic es uno de ellos. Durante mucho tiempo fue criticado porque sus métodos se salían tanto de la norma que muchos colegas de profesión nunca llegaban a entenderlos. Pero ahora, transcurridas más de dos décadas desde su llegada a los banquillos de aquel Joventut de Badalona que conquistó el cetro europeo, pocos se atreven en poner en tela de juicio sus decisiones.


Sus inicios en España no fueron precisamente un camino de rosas. Llegaba a un club en el que debía sustituir al que por entonces era -junto a Aito García Reneses- probablemente el mejor entrenador español: Lolo Sáinz, al que acababa de derrotar en la final de la máxima competición europea. Y por si fuera poco, llegaba con la etiqueta de ex-convicto tras haber pasado una temporada entre rejas por haber atropellado a un peatón en Yugoslavia. 

Competidor nato, controlaba todos los aspectos del juego. Pero en el que fue un pionero en nuestro país, fue en el aspecto psicológico, donde fue un maestro para unos y un villano para otros. Una prueba de ello, fue sus primeros partidos contra rivales directos al título, como por aquel entonces eran el Tau baskonia y el Estudiantes. En ambos partidos, quedando un segundo y ganando holgadamente, pidió un tiempo muerto en los segundos finales. Buscó provocar a los rivales para calentar futuros envites y lo logró: "Lo lamento por el Joventut, porque ha pasado de tener un señor en el banquillo (Lolo Sáinz) a tener un expresidiario", le espetó el gran Manel Comas, entrenador del TAU, entrando al trapo. 

Sus entrenamientos se convertían en auténticas maniobras militares, en las que se medía al detalle los aspectos técnicos y tácticos del juego. "Yo no veo caras, ni nombres, ni sueldos" solía esgrimir. Reconoce que llegó a no dormir muchas noches pensado en los entrenamientos porque "si vas a entrenar y un jugador te pregunta algo y no tienes la respuesta adecuada, tienes un problema". Y la misma dedicación que practicaba, también la exigía a sus hombres. "No permite un despiste, ni siquiera en un entreno. Recuerdo broncas antológicas, no se trata de personalizar, lo hace con todos. Esa es la clave, tambien amonesta a la estrella porque no permite que nadie no esté al 100%" afirma su ayudante Izquierdo.


Su filosofía de juego comenzó a desterrar lo que muchos consideraban axiomas del deporte: " de participar nada, aquí lo que hay es que ganar. Pongo todos los medios a mi alcance para que mi equipo gane, pero no voy a variar mi filosofía: ganar, ganar y ganar". Incluso sus entrenamientos, que no exceden de hora y media a intensidad máxima, y suelen basarse en 5 vs 5 a media pista, constituyen otra innovación.

Y no debe de hacerlo mal porque, como dice Joe Arlauckas "cuando lo conoces y te entrena, lo matarías; cuando termina la temporada, matarías por él". Es más, sabe conjugar el palo y la zanahoria de forma magistral. Cuentan que cuando el Joventut se clasificó para su segunda final de la Copa de Europa, para distraerlos y que no pensasen en cómo habían perdido la primera en el último segundo, los mandó al zoo de Estambul. O cómo preparó la eliminatoria contra el Panathinaikos haciendo que sus jugadores del Fenerbace entrenasen con varios bafles metiendo ruido a todo trapo, sin que sus jugadores pudiesen escucharse entre ellos, imitando el ambiente que se iban a encontrar en Grecia. Y mal no le fue, pues ganó los dos partidos en Grecia.

Como bien recuerda el gran Felipe Reyes: "Se las sabe todas"

martes, 3 de abril de 2018

Cruyff y el fútbol callejero.

Decía el gran Johan Cruyff que el fútbol consistía básicamente en dos cosas: pasar correctamente la pelota cuando la tenemos y controlarla adecuadamente cuando nos la pasan. Sin embargo, estamos asistiendo a un momento en el que la calidad técnica del jugador de fútbol está menguando, cosa que Cruyff achaca al lugar en el que los jóvenes aprenden a jugar al fútbol.


Y es que antes la academia de fútbol más importante era la calle. Allí era donde se congregaban todos los jóvenes al salir de la escuela, del trabajo, para practicar su deporte favorito. Por las mañanas se estudiaba o se trabajaba, y por las tardes se jugaba. Daba igual que fuese una calle, una plaza o un parque, allá se jugaba con mochilas, piedras o abrigos como postes. No existían las categorías ni el profesionalismo y, salvo algunas excepciones, todos entrenaban a la misma hora. 

Las calles se convertían en campos de entrenamiento improvisados en donde los más pequeños aprendían de los mayores observando e imitando lo que éstos hacían. Siempre alguno de los mayores se quedaba con los más pequeños para enseñarle sus trucos, corregir sus errores y guiarles en su mejora, pero sin quitarles de hacer las cosas que les gustaban.

Para Cruyff, por mucho que evolucionen las teorías y los modelos pedagógicos, por mucho que se empeñen en convertir el fútbol en una ciencia exacta y predecible, a base de machacar con discursos tácticos y retórica de pizarra, la mejor escuela sigue siendo la transmisión oral y práctica a través de jugadores de distintas edades. De nada sirven los entrenadores que saben qué entrenar si luego no saben cómo hacerlo. O lo que es lo mismo, y antes pasaba en las calles, solo aquellos que son capaces de hacer una habilidad o destreza serán capaces de enseñarlo a sus pupilos. El resto no. Podrán enseñar cosas secundarias, pero lo esencial no.